Labios pálidos

Escrito Por: Withney Tatiana Peña Muñoz

 

A la hora tal, de cualquier día; al parecer amaneció una vez más. Mañana tímida después de una ardorosa noche. Senos estropeados, los miro en el espejo y el fuego aún no se apagaba, no secaba de su mente el sudor del momento; una fragancia animal y un sabor nostálgico retenido en la garganta quedó en su recuerdo.


La espesura de la noche blanca y alcohólica rosó sus nalgas, ella bebió de su abdomen y se embriagó de pasión, desenfrenado momento en donde las piernas bailaban al swing que de sus mentes resonaba. Se convirtieron en negros danzantes e iracundos y en el ritual apasionado fueron pocos los aguajeros que él penetró, así, al verse en ese espejo, encontró abolladuras hasta en la sombra de ese silencio interno.


Su cuerpo variaba de empleados, pero su dueño solo era uno; veintiún años, delgado, despeinado y sudoroso, así era como siempre lo imaginaba, él la hacía ascender al infierno de su perversión, de su malicia, de toda la locura que poseía; no era un niño inocente, era un depravado conociéndose a través de una mujer que se hipnotizaba con la lujuria de aquel niño.
Su cuerpo enloquecido rebotaba con fuerza entre los muslos delgados y fuertes que perfectamente la soportaban, haciendo del Olimpo un motel de barrio. Fue esa fusión que transformó humanos en dioses por el poder de la pasión que los consumía, que los absorbía al punto de volverlos completa y radiante armonía.


La saliva lubricó el agujero más impenetrable, no era un profesional, pero aun así lo hizo como solo una deidad podría hacerlo, con ritmo negro, con apoteósica melodía, con odio, con furia, con amor y ardor. El diminuto huequito en el que se encontraban todos los sentimientos que ella podía tener, lo expandió de él, se llenó de él, chorreó por él.


La espesura de la noche blanca y alcohólica rosó sus nalgas, ella bebió de su abdomen y se embriagó de pasión; cerraba los ojos, pero al abrirlos encontraba encima suyo a quien jamás había querido buscar; sabía que peligraba su libertad, que le pondría límites a la vida dionisiaca que había decidido llevar, pero querían sus labios probar ese pedazo fantástico de carne, quería que la penetrara como lo hizo con su ser, deseaba poder tragar y degustar también con sus labios pálidos el sabor de sus orbitales protuberancias en la espesura de la noche blanca y alcohólica.
Sofia.

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